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La paz bajo la espada

La reanudación de las Conversaciones de Paz para Colombia en 2013

Bajo los efectos del entusiasmo mass-mediático, que entre otras tantas pantomimas ahora sirve para reciclar vetustos expresidentes norteamericanos, se reanuda por estos días el “proceso de paz” entre el gobierno colombiano y las FARC-EP. Los muchos embelecos que recubren lo que allí está teniendo lugar ratifican, por lo demás, el sistemático flujo de desinformación que se anunciaba ya bajo la oscurantista condición del “Acuerdo General” según la cual, en función de la “transparencia” del proceso, “las discusiones de la Mesa no se harán públicas”. Este “velo de Maya”, reforzado por la ausencia de los actores sociales en las conversaciones, a quienes sustituye una “teleciudadanía” cuya doxa queda a merced de los placebos del “gobierno en línea” (“participe aquí”), rinde para tramitar los inimaginables propósitos de otro proceso: el que se libra ya no en la Mesa de Cuba, sino a nivel estratégico en el campo bélico.

 

En dicho escenario, mientras de un lado se agota la tregua unilateral de sesenta días que las FARC-EP anunciaron desde el pasado 20 de noviembre y sobre la que las informaciones oficiales se han encargado de tejer una sombra de duda, el gobierno por su parte afila y da pruebas altisonantes de su último plan de guerra: el plan de operaciones conjuntas “Espada de Honor”. Así, en uno de sus recientes partes militares, la Fuerza Aérea Colombiana informó de sus bombardeos en jurisdicción del municipio de Chigorodó durante la madrugada del 31 de diciembre de 2012, en los que fueron “neutralizados” 14 guerrilleros del 5º Frente de las FARC-EP. Este parte se acompasa en reiterada sucesión con tantos otros, como el emitido el 2 de diciembre según el cual “en menos de 24 horas se neutralizaron 02 áreas campamentarias, 8 guerrilleros abatidos, entre ellos 02 cabecillas, 03 capturados y abundante material de guerra e intendencia”.

 

Para la guerrilla, la ofensiva de los militares bajo el gobierno del presidente Santos, autorreputado en 2008 como un “halcón de la guerra”, hace insostenible la tregua unilateral. Pero, lo que es más grave aún, la “paz bajo la espada” pone en entredicho las verdaderas intenciones de la Mesa de Conversación en la que la posición del gobierno, según los guerrilleros, “se limita a exigir una y otra vez la rendición incondicional de la rebeldía, bajo la soberbia amenaza de una aniquilación inminente”.

 

Ante semejante panorama, el optimismo con el que muchos recibieron el inicio de las conversaciones, al punto de vaticinar una especie de paraíso recobrado que incluía “la posibilidad de concluir con la guerra prolongada que ha vivido Colombia (…), la posibilidad de terminar con el terrorismo de Estado (…), la puesta en escena de alternativas democráticas (…), la derrota política de los sectores más belicistas y reaccionarios de la sociedad colombiana”, revela hoy su evidente ligereza, su total desconocimiento de las condiciones internas del conflicto, y en último término, su franca ingenuidad. Hay muchas más razones para ser escépticos y para augurar, como los guerrilleros, que el conflicto adquirirá dimensiones no pensadas. De la paz, en todo caso, se está muy lejos, sobre todo en el contexto colombiano actual: verdadero “fenómeno saturado” en tiempos de “prosperidad democrática”, bajo la superposición y redistribución del mapa minero-energético, bajo los designios imperiales de los TLC’s, y junto a este “mesías del progreso”, bajo un brazo militar fuertemente alineado, a cuya margen merodea el fantasma del paramilitarismo. Es también el panorama propicio para nuevas y cada vez más aberrantes alianzas, atravesadas por líneas de fuerza molares de apropiación y usura de grandes sectores de la producción, pero también de líneas moleculares como las del mercado de armas y el narcotráfico.

 

Cualquier cosa, entonces, cabe menos que pensar que el actual “proceso de paz” resulta ser “la consecuencia directa de las luchas de resistencia de los campesinos, indígenas y movimientos estudiantiles y urbanos colombianos”. Se trata más bien de un juego estratégico altamente complejo en el teatro de los procedimientos de la política: máquina de representaciones enrarecidas en la que el pueblo siempre falta, reducido a su condición de muestra encuestable y reconocido sólo como mayoría electoral, estadísticamente silenciado, objetivamente impotenciado, constitucionalmente maniatado y omniausente de los procesos de administración y gestión políticas. La exclusión de los sectores sociales en el “proceso de paz” se ha revelado aquí no sólo como condición gubernamental del “Acuerdo”, sino como condición misma de la “democracia”. El socius ha sido abandonado a su suerte, y nada hay que nos permita augurar (al menos en Colombia, al menos en una Mesa de Conversación en la que se habla el lenguaje de las armas) que tome la palabra.

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